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La careta de Castillo

2022-12-08T18:52:49.013Z


Si los actos que delatan nuestra humanidad son los más pequeños, la epopeya del expresidente Castillo el día que intentó dar un golpe de Estado será recordada por sus imágenes leyendo una revista en un sofá


En su relato Un ahorcamiento, el escritor George Orwell narra la ejecución de un hombre en una cárcel de Birmania y repara en un detalle: en un momento, mientras los carceleros llevan al condenado a la horca, el prisionero da un paso al costado para evitar un charco en el camino. “Hasta ese momento nunca me había dado cuenta de lo que significa destruir a un hombre saludable y consciente”, escribe Orwell. Aquel gesto, el de una persona que no quiere mojarse los pies aunque se dirige a su muerte, le revela de pronto todo el horror de lo que está ocurriendo: “Sus ojos todavía veían la gravilla amarillenta y las paredes grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba ―incluso sobre los charcos”.

Si los actos que delatan nuestra humanidad con mayor elocuencia son los más pequeños y espontáneos, antes que los grandes gestos, la epopeya del expresidente Pedro Castillo el día que intentó dar un golpe de Estado será recordada por las imágenes del político leyendo una revista en un sofá como cualquier vecino que espera su turno en la peluquería. Solo que él aguarda su destino en una comisaría de Lima apenas dos horas después de haber tratado de disolver el Congreso y de ser destituido por ese mismo Congreso mientras intentaba llegar a la embajada de México, quedaba atrapado por el espantoso tráfico limeño y era entregado a la policía por sus propios escoltas.

“Hasta ese momento, nunca me había dado cuenta de lo mucho que puede destruir un hombre débil e inconsciente”, podría escribir un cronista peruano parafraseando a Orwell. Pero no sería cierto, porque los peruanos tienen una larga experiencia en finales de tragicomedia: el exdictador Alberto Fujimori —que al menos parecía tener claro cómo hacer golpes de Estado y cómo fugarse—, terminó renunciando a la presidencia por fax desde Japón para no enfrentar el escándalo por los sobornos de su Gobierno que había estallado en el país.

No hay nadie que no haya reparado en ello: en las fotos difundidas este miércoles, Castillo, indiferente a quienes le rodean, hojea lo que —según el ojo entrenado de tres revistófilos limeños— es un ejemplar de Caretas, emblemático semanario político peruano cuya reputación ha caído de forma sostenida en los últimos 15 años. El gesto de Castillo, aparentemente concentrado en la publicación, es de una liviandad fingida, como cuando un taxi ignora nuestra mano levantada y nos rascamos la nunca para disimular que nos han pasado por alto. O cuando nos tropezamos torpemente, nos ponemos de pie de inmediato y miramos furtivamente alrededor, tratando de esconder la humillación y el dolor que corroen por dentro.

¿Por qué Castillo cree que su mejor opción es simular indiferencia o aparentar control de la situación en un momento en que, objetivamente, lo ha perdido todo menos el apoyo de quienes aún se identifican con él? O, peor aún, ¿es que realmente no entiende la gravedad de lo que ocurre, no procesa lo que acaba de hacer y está genuinamente interesado en Caretas? En la respuesta a estas preguntas, posiblemente, se encuentran las razones del golpe de Estado más breve y menos planificado de la historia reciente de América Latina.

Los detalles enloquecen porque a través de ellos se filtra toda la cordura del mundo. El 20 de diciembre de 2001, mientras un helicóptero aterrizaba en la Casa Rosada para sacarlo de allí y la policía seguía reprimiendo —y matando— a manifestantes en la calle, el expresidente argentino Fernando de la Rúa pasó sus últimos minutos como mandatario sacándose fotos y firmando autógrafos sobre retratos suyos con la banda presidencial. El 18 de octubre de 2019, mientras varias estaciones de metro de Santiago de Chile ardían por los incendios, los portuarios llamaban a una huelga general y los enfrentamientos entre carabineros y manifestantes se multiplicaban en el país, el expresidente chileno Sebastián Piñera fue sorprendido comiendo pizza con sus nietos en un restaurante de Vitacura, un barrio acomodado de Santiago. El 7 de diciembre de 2022, después de intentar escapar de los escándalos de corrupción que lo arrinconaban con el autogolpe más absurdo del mundo, Pedro Castillo, el maestro rural que encarnó las esperanzas de algunas de las regiones más postergadas de Lima, esperó el desenlace hojeando una revista Caretas.

Como si fuera el reverso del ahorcado de Orwell, la manera en que el expresidente se dirige a su destino revela a un hombre que no está allí, que no registra, que no ha previsto, que no recuerda. Horas después, Castillo sería trasladado al mismo cuartel donde hoy cumple su condena Fujimori.

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Source: elparis

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